La semilla de la revolución nació en Francia y se extendió rápidamente a los demás países del continente. Luego de la derrota de Napoleón, los reyes de Europa se habían unido para intentar restaurar el sistema de gobierno monárquico. En 1848 reinaba en Francia el rey Luis Felipe, quien tuvo que abandonar el trono cuando el pueblo salió a la calle a protestar. Las manifestaciones iban tanto contra el rey como contra el sistema político. Los franceses ya no querían ser gobernados por un monarca; querían vivir en una república democrática en la cual pudieran elegir a sus gobernantes. Así que una vez que Luis Felipe renunció a la Corona, los ciudadanos franceses votaron como presidente a Luis Bonaparte, sobrino de Napoleón. Una vez electo presidente, Luis Bonaparte fue un gobernante autoritario que reprimió con dureza las manifestaciones populares.

En otros países europeos se combinaron las ideas democráticas con la defensa de los nacionalismos. En Italia ocurrió una rebelión popular que buscaba unir los Estados en que se encontraba dividida, para formar una país unido. En Alemania se dieron varios movimientos sociales a la vez: unos peleaban por la democratización y la unidad política de todos los Estados alemanes, mientras que los movimientos obreros reclamaban mayor justicia social. En ese contexto Karl Marx publicó el Manifiesto comunista.

El descontento político y los problemas económicos fueron los principales motivos de estas revoluciones. Europa vivía en aquella época una dura crisis económica, que aumentó la pobreza y el desempleo entre los grupos sociales más pobres. De modo que los tres motores de las revoluciones europeas de 1848 fueron los movimientos nacionalistas, las ideas de los nuevos teóricos e intelectuales que apoyaban la revolución como un derecho de los pueblos y los movimientos de obreros.