Estados Unidos tuvo un gran impulso de crecimiento durante todo el siglo XIX. Las trece colonias que se independizaron en 1776 pronto comenzaron a expandirse por el territorio norteamericano ganándole tierras a la población nativa, que fue siendo desplazada. A mediados del siglo XIX era un país continental que contaba con muchos recursos. Las ciudades atlánticas del norte, como Nueva York, crecieron y se poblaron de inmigrantes de todas partes del mundo. Allí el espíritu empresarial industrial tenía mucha fuerza e impulsaba la tecnificación. Por su parte, el sur mantenía una economía agrícola basada en las plantaciones esclavistas de algodón. El choque entre los dos modelos dio por resultado el triunfo del modelo industrial del norte. A partir de allí Estados Unidos se transformó rápidamente en una potencia industrial de primera línea.

Una historia diferente es la de la industrialización rusa. Allí el desarrollo industrial estuvo muy vinculado a las acciones del Estado. En Rusia la iniciativa privada era tímida, por lo que desde el gobierno se promovieron las inversiones y el desarrollo industrial. El modelo promovido por los zares favoreció a algunas regiones del enorme país, pero dejó a otras estancadas. El proceso industrializador en Rusia fue lento y la mantuvo varios pasos detrás de sus vecinos de Europa occidental.

El tercer país que se incorporó a la liga de los países industrializados fue Japón. Como los demás países de Asia, Japón durante siglos permaneció aislado del contacto con Occidente pero, a partir de la mitad del siglo XIX, las potencias europeas buscaron abrir ese territorio al comercio. En pocos años Japón se transformó y, a partir de 1860, inició un proceso de rápida industrialización que lo convirtió en una de las principales potencias industriales al comenzar el siglo XX.