Las condiciones de vida de los obreros eran terribles: largas jornadas laborales, mala alimentación y salarios muy bajos. Los trabajadores no tenían ningún derecho laboral y el trabajo infantil era muy frecuente. Sus patrones tenían plena libertad de echarlos cuando quisieran, sin pagarles un despido. No estaba previsto el descanso ni la licencia.

La vida cotidiana era igual de terrible que la laboral. Las viviendas obreras eran insalubres y las familias vivían hacinadas. Los barrios obreros, cercanos a las fábricas, estaban contaminados y sucios. Mientras, en las zonas residenciales, los burgueses construían casas hermosas en amplias avenidas arboladas.

Frente a esa situación de desigualdad, explotación y pobreza no era extraño que el descontento de los obreros fuera creciendo. Para los obreros era fácil darse cuenta de que los problemas laborales y de vida no eran individuales, sino que eran comunes a todos, porque trabajaban y vivían juntos.

En sus primeras protestas, los obreros rompían las máquinas de trabajo haciéndolas responsables de su terrible situación. Esa primera manifestación de lucha se conoce como ludismo y se desarrolló en Inglaterra al principio de la revolución industrial. Poco después comenzaron a surgir agrupaciones que promovían la lucha colectiva. Así aparecieron los sindicatos. Lucharon en forma coordinada para obtener mejoras en las condiciones de vida y de trabajo. Los sindicatos siguen siendo hoy grupos muy importantes en el desarrollo de las sociedades modernas.

Paralelamente, muchos empezaron a pensar que no bastaba con cambiar las condiciones de trabajo. Era necesario cambiar la sociedad para eliminar la desigualdad. Así nacieron las primeras corrientes socialistas, cuyo objetivo era alcanzar una sociedad igualitaria.